Notas al libreto
El hecho de que Domenico Scarlatti haya sido, probablemente, el más extraordinario clavecinista de la historia y, lo que es más importante, autor asimismo de un excepcional —por extensión y calidad— corpus musical dedicado al teclado e integrado por más de medio millar de sonatas no ha favorecido, ciertamente, la difusión del resto de su ingente producción creadora.
Son muchos los factores que han contribuido al oscurecimiento en el que, hasta hace muy pocos años, ha estado sumido el legado ajeno al universo instrumental que elaborara el prolífico músico napolitano: las escasas referencias biográficas, la confusión en las atribuciones, las abundantes dudas en cuanto a la cronología exacta y fecha de composición de una gran parte de su obra, la desaparición de muchas de sus partituras autógrafas, en especial las correspondientes a su abundante catálogo operístico nacido en los primeros años de su carrera en tierras italianas… Y es que la justa celebridad de Scarlatti como autor de una obra para teclado de dimensiones colosales —a la que debe en exclusiva su fama, a diferencia de sus contemporáneos Rameau, Bach o Haendel—, compuesta fundamentalmente durante la segunda mitad de su vida, transcurrida en la península ibérica, ha eclipsado irremediablemente una faceta del arte scarlattiano —la consagrada a la voz— en modo alguno desdeñable y a la que dedicó buena parte de su talento y esfuerzos como compositor.
Es más que probable que la marginación que, durante décadas, musicólogos e intérpretes han mostrado hacia esta parte de su catálogo proceda de su condición de obra juvenil, compuesta cuando la carrera del músico atravesaba vías en cierto modo convencionales y todavía sometidas a una enorme influencia paterna pues debe recordarse que Alessandro Scarlatti (1660-1725), máximo responsable de su sólida formación musical, fue uno de los más reputados compositores vocales de su época. Parece lógico, por tanto, que la obra vocal de Domenico siguiera las sendas estilísticas y los modelos formales de su afamado progenitor.
Los sucesivos cargos que el joven Scarlatti detentara en su tierra natal (organista y compositor de la Real Capilla de Nápoles en 1701, de la que era maestro Alessandro, maestro de capilla de la reina exiliada de Polonia, María Casimira, en Roma hasta 1714, y el puesto homónimo en la prestigiosa Cappella Giulia vaticana desde esa fecha) hasta su traslado a Lisboa a finales de 1719, donde tuvo a su cargo la educación musical del hermano del rey, Don Antonio de Braganza, y especialmente de la princesa María Bárbara, hija del monarca y reina de España desde 1746 como esposa del rey Fernando VI, posibilitaron la redacción de numerosas partituras vocales de todo género, desde el operístico —Tolomeo e Alessandro (1711), Ifigenia in Aulide (1713), Berenice, regina d’Egitto (1718)— hasta numerosos oratorios y cantatas de asunto religioso —La conversione diClodoveo, re di Francia (1709), Applauso devoto al nome di Maria Santissima (1712) —, a las que se suman no pocas serenatas, pastorales y otras páginas conmemorativas para los festejos y celebraciones de la fastuosa corte lisboeta del rey Juan V.
Aun así, el género vocal cultivado en mayor número por Scarlatti —se conservan más de medio centenar de piezas— es el de la cantata de cámara. Las reducidas dimensiones de estas composiciones para voz y un pequeño conjunto instrumental (violón, tiorba, archilaúd, guitarra, clave…), distribuidas en una o dos arias precedidas de sus correspondientes recitativos, permiten, no obstante, que el músico experimente las posibilidades dramáticas de unos textos de temática profana que, pertenecientes en su mayoría al subgénero de la lettere amorose, nos hablan de los tormentos de la experiencia amorosa: sentimientos no correspondidos, celos, desasosiego, infelicidad, abandono y venganza.
El estro scarlattiano abandona aquí el exclusivo virtuosismo acrobático practicado por tantos de sus coetáneos para inclinarse por una escritura que, no exenta de dificultades para el cantante, hace hincapié en los matices expresivos, la plasmación de los afectos y la ingeniosa ejecución ornamental, sin desdeñar algunos rasgos arcaizantes, presentes igualmente en muchas de sus más logradas producciones religiosas. El luminoso lirismo melódico del napolitano brilla en páginas como el aria “A te sol, Bella, dimando” de la cantata No, non fuggire o Nice, la nostálgica languidez de “Ha il tuo volto un non sò che”, perteneciente a Tu mi chiedi o mio ben, y “Allor ti pentirai”, que parecen remitir a pasajes análogos del primer Haendel —con quien Scarlatti compitió en una de las veladas musicales organizadas en Roma por el cardenal Ottoboni—, la atmósfera cercana a la ópera bufa napolitana que rezuma “O se ride o se favella”, o el tono desenfadado, contagiado de giros populares —los que luego darán lustre a sus más originales sonatas para teclado— que puede apreciarse en el aria “Se parla il core, bell’Idol mio”.
Juan Manuel Viana
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