Viva Napoli!
MundoClásico | 14 febrero 2020
Es ya un hecho la considerable proliferación de grupos españoles de música barroca que se han situado por derecho propio en estándares de una extraordinaria calidad interpretativa, además de apostar firmemente por una recuperación del patrimonio musical que divulgan a todos los auditorios y lo materializan en grabaciones discográficas de enorme interés. El siempre más reducido y selecto público de los conciertos de música del Barroco, una delicatessem que sin embargo cada vez tiene más adeptos, es plenamente consciente de ese nivel y talla artística patrios, y asiste a las propuestas de las formaciones españolas con la misma curiosidad que a las de los conjuntos provenientes del extranjero. Uno de esos grupos que siempre despierta interés es Forma Antiqva, cuyo concepto historicista de la música barroca cuenta con una cantera de excelentes instrumentistas que colaboran de forma regular con los hermanos Zapico (Aarón, Pablo y Daniel), verdaderos artífices de esta orquesta barroca.
En el marco de su gira por España, Forma Antiqva ha recalado en el ciclo de La Filarmónica con un programa netamente napolitano junto a la participación de la soprano María Espada y el contratenor Carlos Mena. En las infrecuentes piezas instrumentales ofrecidas de Nicola Conforto, Charles Avison o sobe sonatas para clave de Domenico Scarlatti y Leonardo Vinci, y a las órdenes de Aarón Zapico desde el clave, alma mater del grupo, Forma Antiqva exhibió en el Auditorio Nacional todas las virtudes asociadas a una orquesta con personalidad propia. El hermoso y empastado sonido de violines y violas (con un primer violín tocando en ocasiones a la manera concertante), la precisa articulación de las frases melódicas y la pujanza rítmica en una respiración al unísono que consiguieron hacer traslucir todo el encanto a estas piezas que evocaban el espíritu del Settecento napolitano.
Pero sin asomo de dudas lo mejor del concierto estuvo destinado a la participación vocal, protagonista de dos obras religiosas basadas en sus respectivos textos litúrgicos latinos. En la primera, el Salve Regina de un contumaz operista como Nicola Porpora, Carlos Mena desplegó todo un catálogo de emociones barrocas, haciendo gala de su excelsa musicalidad y dotando a cada número de su precisa materialización expresiva, sabiendo diferenciar muy bien entre lo que es puramente cantabile y los pasajes más declamados del texto, con momentos de suprema expresión, como ese soberbio “Ad te suspiramos”. Su hermoso color vocal prevaleció y no lo empañaron leves deficiencias en la afinación, que supo solventar de manera irreprochablemente musical, con un manejo maestro de la abundante línea ornamentada de influencia operística que Porpora exige al cantante, gran parte de ella cantada a capella.
En la segunda parte, el contratenor unió su voz a la de la sensacional soprano María Espada, toda una especialista en el repertorio barroco, en el popular Stabat Mater de Pergolesi, el mejor ejemplo barroco de la musicalización del texto debido al monje Jacopone da Todi, al que sirvió de inmejorable apertura la breve sinfonía del oratorio María Dolorata de Vinci. Secundados por la siempre atenta y detallista mirada de Zapico ahora desde el órgano positivo, ambos cantantes aunaron una expresividad doliente y una compenetración interpretativa sin parangón ya desde el célebre número inicial, un contenido y conmovedor “Stabat mater dolorosa”, con dinámicas oscilando entre el piano y el mezzopiano, y la profusión de acusados silencios que ayudaban a remarcar el clima de la obra. Fueron múltiples los detalles expresivos que se convocaron a lo largo de la partitura y que se amoldaban a la perfección al criterio interpretativo de Aarón Zapico, que optó por viveza en los tempi y respuestas de sus colaboradores instrumentales sumamente enérgicas, algunas de ellas de gran urgencia y con flexible articulación, alejando a esta obra de los conceptos mucho más contemplativos y mayestáticos de las interpretaciones románticas del pasado.
María Espada brindó la tersura de su voz y sus acentos dramáticos de acusados contrastes atacando las frases con fiereza en “Cujus animam gementen” y destinando un delicado canto capaz de detener el tiempo en “Vidit suum dulcem natum”. Carlos Mena volvió a lograr asimismo altas cotas en sus partes solistas, mediante un fraseo sobrecogedor en páginas como “Fac ut portem Christi mortem”. En resumen, una interpretación con emociones a flor de piel que tuvo en el postrero “Quando corpus morietur” un nivel de sereno recogimiento y un pathos tales que volvió a darse como bis para coronar una velada de elevada emoción con estas joyas napolitanas.
Germán García Tomás
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