Matices y silencios en el dolor y la muerte
Enfumayor | 12 febrero 2020
A menudo recordamos con pena las prematuras muertes de Mozart (35 años), Bellini (34) o Schubert (31), aunque a veces también no recordamos lo suficiente tragedias aún mayores, como la de nuestro Arriaga (19) o Giovanni Battista Draghi, más conocido como Pergolesi, napolitano de adopción y que habría de dejarnos una de las partituras sacras más emotivas del XVIII, quizá de toda la historia. Quiso el destino que, por encargo de los Cavalieri della Vergine dei Dolori di San Luigi a Pallazzo, Pergolesi escribiera, en sus últimas semanas de vida (terminada prematuramente a los 26 años por la tuberculosis, como las de algunos otros mencionados al principio de este comentario), la música para la secuencia dedicada por la Iglesia Católica, desde siglos antes, a la madre doliente de Dios, sufriendo la muerte de su hijo en la cruz, conocida como Stabat Mater.
La música del barroco está plagada de recursos retóricos para la expresión de los afectos, y reconocidos expertos han escrito, con profusión de docta sapiencia, sobre el particular. Puesto que la música es finalmente un lenguaje, una forma de comunicación, adquiere su verdadero sentido en tanto que se exprese de forma adecuada para transmitir esos sentimientos, esos afectos que constituyen su esencia. Los matices, las inflexiones, los acentos, el adecuado énfasis en las disonancias, el tempo… todo forma parte de la adecuada construcción del discurso. Y, por supuesto, también los silencios, las pausas, siempre sabias y necesarias generadoras de reflexión o de tensión. Muchas veces, la expresión más elocuente del dolor es justamente la que nace del silencio. En estos tiempos en los que hemos recuperado (gracias, entre otros, al inolvidable Nikolaus Harnoncourt) la interpretación históricamente informada, no podemos olvidar que, como él mismo señalaba, en la acertada utilización de todos esos recursos expresivos está el secreto de una interpretación que, siendo históricamente respetuosa, no pierda de vista que, finalmente, la interpretación debe estar viva hoy, y transmitir emociones y afectos hoy, más allá del rigor filológico, que debe ser un medio y no un fin. Como decía el inolvidable fundador del Concentus Musicus, la cuestión no solo reside en los instrumentos o en las voces, sino en cómo se utilizan estos. Viene toda esta reflexión a cuento porque ayer, en el ciclo “La Filarmónica”, el asturiano Aarón Zapico y su magnífico grupo Forma Antiqva ofrecieron un bellísimo programa en el que obras de Conforto, Avison (sobre Sonatas para clave de Scarlatti bien reconocibles), Porpora y Vinci, precedieron al plato fuerte de la sobrecogedora partitura que es el Stabat Mater de Pergolesi mencionado antes. Y lo más importante es, sobre todo, cómo lo ofrecieron. Con escrupulosa atención al mínimo detalle, al manejo minucioso de dinámicas y acentos, a la expresión de delicadísimos matices y al espeluznante salpicado de tensos y pocas veces tan dolorosos y elocuentes silencios. Ayudado por una prestación instrumental de primera (con sólo un ligero apuro del primer violín en algún pasaje de la Sinfonía del oratorio Maria Dolorata de Leonardo Vinci) y con las voces espléndidas de María Espada y Carlos Mena, fundidos en perfecta combinación, el retrato musical de la madre doliente de Jesús difícilmente podría haber llegado de manera más desgarrada, intensa y emocionante. El último párrafo de la secuencia: Quando corpus morietur, Fac, ut animae donetur Paradisi gloria (Cuando se muera mi cuerpo, haz que sea entregada mi alma a la gloria del Paraíso) nació del silencio, transitó por un susurrado pianissimo, dotado de la debida inflexión y acento, y sólo rompió en el contrastante Amen final, una también intensa perorata que en su exaltada agitación parece querer triunfar sobre el dolor de la muerte. Lo que ofrecieron ayer Zapico y su grupo, con la extraordinaria contribución de Mena y Espada fue, sobre todo, una precisa, intensa y emocionante demostración de los matices y silencios del dolor y la muerte. Una sabia demostración de rigor en lo históricamente informado, impecablemente realizada y de palmaria elocuencia en la transmisión de afectos. El éxito, como no podía ser de otra forma, fue grandísimo, y los intérpretes repitieron justamente el pasaje mencionado, esta vez sin el Amén conclusivo. Si, la música está para emocionar, y ayer Pergolesi hubiera aprobado, seguro, este emocionante retrato del dolor.
Rafael Ortega Basagoiti
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